LA ENCRUCIJADA DE ANA
14 de septiembre de 2017
En el medio de la nada
En el medio de la nada
A quien pueda interesar:
Se trata sobre una chica.
Una de esas que son «de una en un millón». Si sabes de probabilidades,
fácilmente lo entenderías. Su nombre era Ana. Perdón, es. Adriana, Dayana, Juliana, Luana, Mariana, Oriana; quizás Viviana. ¿Cuál crees que sea? Le
gustaban las rosas. Pero no cualquier clase de rosas, sino aquellas que
cualquiera no regalaría, o sea, aquellas que se regalan con el corazón y no con
la intención. Tenía complejos, como cualquier otra chica, pero eso no la
detenía para nada. Era frenética y despiadada, y, en ocasiones, considerada. Valoraba
cualquier pequeño detalle, pero siempre estaba expectante por alguna gran
sorpresa que le dilatara sus pupilas y la dejara boquiabierta. Era predecible, lo
suficiente como para delatarse a sí misma. Increíblemente, nadie podía cumplir con sus
expectativas. Ni siquiera ella misma.
Si te cuento sobre su
melena, no lo entenderías, puesto que era un desastre. Un verdadero desastre.
El mejor desastre —sin duda y replica alguna— que nunca antes había visto. Y si te cuento sobre su
persona, quiero decir, su personalidad, tendrías que ir a la biblioteca para
poder estudiarla y entenderla. Fue un reto, el cual siempre me propuse y que al
día de hoy sigo enfrentando. Intentando e intentando sin aún conocer la
fórmula secreta para poder soportarlo o, si estuviera en mis cabales, poder descifrarlo.
Mantener los estribos con
ella era algo bastante difícil. Nunca estaba conforme, siempre quería algo más.
Algo que no podía describir; algo que nadie podía ofrecerle. Pero de lo que
estaba segura era que siempre lo quería. Qué ironía. Era una verdadera tormenta
—por no decir torbellino— cuando se ponía a pensar... y a trabajar.
Desahuciada y manipulada.
Así se sentía ella cuando la decepcionaban. Yo intentaba hacerla sentir mejor, pero muy
pocas veces resultaba. Pero, cuando lo llegaba a lograr, me sentía cuan fémina estéril
embarazada. Poco a poco me fui acostumbrado: creyendo que, mientras más la
comprendía, más la conocía; pero la verdad fue que, en cada que paso que hacía,
más la desconocía. Fue inevitable, pero yo estaba inconsciente —o fingí estarlo—. No estoy muy seguro de ello. Yo me declaraba en cada oportunidad que tenía como inocente,
y eso que previamente me habían juzgado varias veces por la misma causa. Las
suficientes como para haberme trazado sobre mis venas, sobre la sangre que
disparaba cada una de ellas, el nombre de ella. Por cierto, ¿ya has intentado
descubrir quién es? Presumo que no, porque ni yo sé quién rayos es. O, mejor
dicho, quién rayos no es, porque siempre creí saber quién era... hasta que la
conocí.
La verdad es que no lo sé.
De las grandes incógnitas que rondan por ahí, en esta montaña rusa que llamamos vida,
esta podría catalogarse como una de ellas. Tiene material suficiente como para
hacerte enloquecer, o como para hacerte entender que no vale la pena
intentarlo. Pero, si eres un testarudo, empedernido y obsesionado con los
delirios de grandeza, como yo, podrías entenderlo mientras enloqueces, o
viceversa. Lo ideal es que no termines como yo, yendo a un psicólogo por esto.
Incluso, escuchando The Scientist. Aunque, viéndolo bien, lo
ideal es que nunca hubiera escrito esto... Espera. Reculo. Lo ideal es que nunca hubiera pasado esto. Eso creo.
Un desahogo de amor del
cual todavía no me despojo... ni me controlo. No te ofendas, ni te burles, por
favor.
Atentamente,
un convicto de amor
Atentamente,
un convicto de amor
Ilustración de Herbert List |
Comentarios
Publicar un comentario