ANÍBAL

            A Aníbal le encanta vivir en paz y amor, le encanta vivir en alegría y, por sobre todo, le encanta vivir en tolerancia y respeto. Aníbal no era alguien a quien podías molestar con facilidad, ya que siempre tenía una buena disposición para las cosas. Su norte, la bondad; por el sur, la jovialidad. Aníbal no era sinónimo de inferioridad, sino de cordialidad. Aníbal no era el mejor, ni quería serlo, pero le gustaba vivir en las mejores condiciones para que pudiese ser mejor y, de esa manera, lograra ayudar a los demás a ser mejores. Como dije, Aníbal difícilmente se molestaba, pero, cuando esto ocurría, tenía que ser por una grave razón; una razón que la empañara su visión de indignación. Y así fue...

Un día a Aníbal le arrebataron la paz sin justificación alguna; y, también, por milímetros, estuvo a punto de perder el amor. Aníbal no entendía lo que sucedía, no entendía el porqué estaba pasando por ello; estaba consternado y algo amedrentado. Aníbal sabía que tenía que hacer algo al respecto, pero no sabía qué. Aníbal estaba petrificado, estaba helado. Su consciencia no respondía y su corazón no aclamaba. Entre tanto meollo, decidió bruscamente, aún aturdido, emprender la búsqueda de la paz que le pertenecía; Aníbal fue a reclamar lo que le pertenecía por derecho. Aníbal empuñó su espada de honor junto a su escudo de amor. Sobraba y le bastaba porque él creía en sí mismo. Aníbal no se despidió, pues estaba completamente seguro de que iba a volver, y que iba a volver con su añorada paz. Aníbal no estaba confiado, pero tampoco tan seguro; él solo quería su paz, costara lo que le costara. Aníbal no sabía a qué lugar ir para reivindicar su paz, así que  fue como la corriente, siempre hacia adelante y nunca hacia atrás.

En el transcurso del viaje, Aníbal desistía; estaba agotado y obnubilado. Cuando cayó al suelo, producto de su desconcierto, se percató que también cayó algo de su mochila; algo que no preveía y no sabía que llevaba consigo, pero que le iba a iluminar el resto del viaje: una cantimplora llena de refrescante valentía y energía. No se lo pensó dos veces y bebió hasta dejar vacía la cantimplora; la arrojó con osadía hacia un lado, se levantó y recordó el motivo de su lucha. Aníbal estaba de vuelta, y para más. Aníbal volvió a ser Aníbal. La efervescencia de Aníbal volvía a esparcirse por todos lados, con aquel que se le cruzara y con el que no también. Aníbal estaba más que decidido, nada entorpecía su camino y cada vez estaba más cerca de su objetivo. 

Repentinamente, Aníbal vio a otro combatiente caído y decidió ayudarlo. No podía no inmutarse ante tal situación. Aníbal, mientras socorría a su similar, fue impactado con un objeto contundente por su retaguardia; con un objeto no identificado por parte de un desalmado que tampoco pudo ser identificado. Aníbal no reaccionaba y no daba indicio alguno de que lo fuese a hacer. Entre tanto alboroto y descaro, el corazón de Aníbal dejó de latir, sus pupilas se contraían, su buena vibra se estremecía. Aníbal, lamentablemente, se había ido. No pudo despedirse, pero llevaba consigo en el bolsillo de su pantalón una nota que decía lo siguiente: “Si por alguna razón caigo, me levantaré; resistiré y jamás desistiré dondequiera que esté. Aquí, allá, contigo o sin ti. Si por alguna razón alguien lee esto, por favor, insiste y persiste”.

Aníbal no fracasó, mucho menos tropezó; por el contrario, Aníbal triunfó, pues juró reencontrar su paz, costara lo que le costara, y así fue: reencontró su paz, allá en el más allá. No fue justo, nada justo, pero sí fue heroico. Tan heroico como las millones de voces que se sublevaron ante la misma indignación.

Ilustración de M.K

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